Aquí va un cuento en el que traté de describir a esta inefable ciudad:
Lima, capital del Perú
La sensación de vivir en el culo del mundo se había reforzado todavía más desde que mi media hermana Carol y su marido Guus habían llegado de visita. Ellos venían de la apacible Holanda y estaban de luna de miel. Yo sería su anfitriona y guía, cosa que me ponía los pelos de punta. ¿Cómo se les podía haber ocurrido venir de luna de miel a este país inhóspito y volcado sobre sí mismo? ¿No hubiera sido más apropiado que se fueran a una isla del Caribe? Pensaba con horror en todos los peligros que acechaban al turista en este territorio minado por la astucia y socavado por la envidia, donde reinaban el caos y la desesperación. ¡Se les veía tan felices!
Sea como fuere, abracé mi tarea con gratitud. Después de todo, me permitía desviar la atención de mis problemas, hundida en mí misma como me encontraba. Pero ante todo estaba el placer de mostrar al visitante interesado esta ciudad extraña en la que yo vivía. Transmitirle mi feeling, mi apego de amor-odio a esta inacabable, gris y húmeda ciudad pegada al mar, donde jamás una lluvia benéfica lavaba la suciedad, y a la que todos coincidían en llamar La Horrible. Algo que no hubiera podido hacer con una fría descripción verbal. Tenía que poder señalar y decir: “¡Mira! ¡Siente! ¡Huele!” Así que los llevé a los puntos estratégicos, recorriendo calles y avenidas y atravesando una y otra vez la frágil frontera que separaba el Bien y el Mal. Empezamos por el Morro Solar y el Cerro San Cristóbal, para que pudieran apreciar el salvaje crecimiento de la capital y vieran, cómo se desparramaba bajo una sucia bruma hacia todos los costados, abarcando ya tres valles, devorando cerros, pantanos y tierra agrícola, hasta perderse en el desierto. Enseguida —la estridencia y el humo de un tráfico sin nombre de por medio— los conduje al recientemente remozado Centro Histórico, y les enseñé los resultados de los conmovedores esfuerzos del alcalde por sacar a la ciudad de sus tinieblas dickensianas y convertirla así en “atractivo turístico”. De paso entramos en la catedral y echamos un vistazo a los restos mortuorios del conquistador que allí se exhibían como santa reliquia, con el ánimo de que se hicieran una idea tentativa de nuestra irresuelta y morbosa relación con el pasado. Enseguida cruzamos el río, aunque la palabra «río» suene excesiva —habría que decir: cloaca, muladar, sumidero, cagadero, o sea, una zanja llena de mierda, flanqueada por los inconcebibles barracones, donde la vida no valía nada. Y los llevé a barrios antiguos donde las destartaladas fachadas de casonas de apagados esplendores rezumaban melancolía, y en cuyo interior se respiraba como una gran ausencia. Barrios donde todavía se podía descubrir uno que otro rinconcito de «la Lima que se fue» —alguna plazoleta con el busto de un insigne desconocido, a la sombra de un ficus, rebosante del chismorreo de los gorriones. Y les enseñé tugurios en quintas y pasajes con un solo caño de agua corriente para veinte o treinta o cuarenta familias, donde el cielo permanecía velado por la ropa colgada a secar, y donde había inevitablemente al fondo un santo o una santa en una vitrina. (Había tantos santos que no pasaba un día sin una procesión, que, envuelta por el humo de sahumerios y los aullidos de beatas y ebrios y tubas y trombones, obstaculizaba el tráfico con su lento y apesadumbrado transcurrir. De hecho nos tropezamos con varias. Y cada vez, para mi sorpresa, Carol y Guus, mis adorables huéspedes, gritaban: «¡Una procesión! ¡Una procesión!» Y yo callaba, sombría. Hacía tiempo que había dejado de atraerme este tipo de manifestaciones «religioso-populares», que me parecían ya sólo un signo de confusión, propia de una sociedad lamentablemente arcaica.) Y fuimos también al Mercado Central y nos perdimos en él, muda y pálida la pareja, irritada por el infernal vocerío, los olores indefinibles y los empujones de todos los lados, seguramente cada uno preguntándose para sí, de dónde saldría tanta gente. Los miles de miles de vendedores ambulantes. ¿Cómo podían sobrevivir, vendiendo en un mismo espacio y todos a la vez exactamente las mismas baratijas? Y fui rigurosa y les enseñé la basura amontonada en las esquinas y los aniegos y el pavimento escarificado y las paredes meadas y los huecos traicioneros en las veredas y esos rectángulos desérticos que llaman “parques”. Y les señalé los muros a lo largo de los cuales nos llevó nuestro recorrido. Kilómetros de kilómetros de muros que encerraban cuarteles y bases militares, colegios, orfelinatos y correccionales, fábricas, campos deportivos, clubes y terrenos privados provistos de torres de vigilancia, sacos de arena e inscripciones pseudo-pedagógicas o directamente amenazantes, cuando no pintarrajeados por generaciones de fanáticos de cualquier cosa. Y no dejé de apuntar a los árboles que milagrosamente permanecían en pie, los árboles raquíticos, los árboles maltratados, los árboles mutilados, que alzaban sus muñones al cielo sordo, ya sin saber cómo retorcerse. Y desde luego que también los llevé a los sectores de las clases pudientes, que se concentran en los distritos de Miraflores y San Isidro. También aquí, todo en crecimiento, todo en deterioro, dependiendo del cristal con el que se mirara. Sobre los escombros de venerables casas de familia se erigían, en tiempos récord, edificios de departamentos de un lujo chato y barato, característico del gusto o de la falta de gusto de nuevos ricos y narcotraficantes. Todas esas torres de babel de acero y cristal, esas casas de seguros, bancos, casinos y hoteles cinco estrellas, diseñados para un futuro boom económico, en el que sólo creían los optimistas de acero inoxidable, como Piggy Cayetano o Mimi de Souza. Y les mostré el complejo de Larcomar, incrustado como una necrópolis en el acantilado, representando, según el credo de sus promotores, “el más avanzado concepto de diversión y entretenimiento de Latinoamérica”. También les mostré una doble hilera de gigantescas columnas de concreto, coronadas de pértigas, remanentes de un nunca realizado proyecto para un tren eléctrico y, hoy por hoy, monumento al absurdo y a la ineficacia. Y les llamé la atención sobre una serie de colinas de barro repartidas por toda la ciudad y cercadas malamente por el Instituto Nacional de Cultura: Las huacas, que vienen a ser ruinas dentro de la Gran Ruina. Y para cerrar la gira con broche de oro, los conduje por la Av. Costanera, desde la Herradura hasta La Punta, y a un paseo por los malecones, para que consideraran a sus anchas la extraordinaria y desaprovechada relación de ciudad y mar. Llegar al borde del acantilado donde ya no se veía más que mar. ¡Mar, mar, mar! Desde aquí hasta Tahití, nada más que mar. Claro, ya después, bajando a la playa, de nuevo la caca y todo lo demás. Y les fui mostrando todo eso y les decía: «¡Miren eso! ¡Qué barbaridad!» o «¡Vean aquello! ¿No es un crimen?» Y Guus, mi cuñado, me preguntó, él, que era un holandés por los cuatro costados y recuperado al fin de su estupor, me preguntó a bocajarro: «¿Por qué vives aquí?ç Estaba desconcertado. Y yo también estaba desconcertada.
miércoles, junio 14, 2006
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