miércoles, mayo 09, 2007

De orden natural





























Lima es una ciudad amurallada. Los muros, en su mayoría larguísimos son parte del paisaje urbano. No pasa un día sin que se levante en alguna parte un nuevo muro. Hay que ser caminante o simplemente una peatona para saber lo que es caminar a lo largo de un muro, especialmente si el tráfico es fuerte. Es el infierno.
Ahora, cerca de mi casa hay un muro que es parte de un colegio donde alguien tuvo el buen tino, gusto y sabiduría de plantar cada 2 o 3 metros una planta trepadora o alguna planta decorativa. Se ve que no se trata de un simple capricho, sino que hay cuidado e inteligencia detrás de la tarea. El o la desconocida se ha tomado el trabajo de romper hoyos en el cemento de la vereda y guiar cada planta con cordeles y pitas atadas de clavos, además de regarlas regularmente. Ahora claro, la humedad hace lo suyo. El muro ha sido pintado varias veces como puede verse en las partes descascaradas, desconchadas -un tema que de por sí me atrae mucho cuando de tomar fotos se trata. Encontrer esos recuadros que se presentan como el más increible arte abstracto. En este caso me entusiasmó la sincronía entre las formas botánicas y las de la corrosión mural. Una vez más este oculto orden natural que siempre y de por sí es bello.

viernes, mayo 04, 2007

acequia





























Podría decirse que, con excepción de la amazonía, las acequias recorren el Perú, en su mayoría de origen antiguo, algunas secas y medio derrumbados desde hace decenios, otras cargadas de aguas bravas color chocolate, especialmente en el verano. Y algunas llevan agua clara que corre apaciblemente, creando las condiciones perfectas para que prosperen a lo largo de ellas alucinantes jardines terrenales y subacuáticos de plantas rebosantes con su respectiva fauna de caracolitos, escarabajitos y larvas de todo tipo. Y la basura, claro. Las marañas de basura, plástica y orgánica. Bolsas de plástico destrozadas entre las ramas, adhiriéndose a ellas como una piel pálida y pegajosa. Pedazos de troncos y raíces de caña brava. Zapatillas rotas y chancletas sin pareja. Órganos o intestinos o cosas parecidas a órganos y intestinos, bultos deformes y resbalosos, medio azulados, medio blanquecinos que eran imposibles de identificar y por eso mismo pasto para la fascinación y el asco. También el cadáver hinchado de una rata o de un gato semipelado, estos sí reconocibles a primera vista. Y una vez, un gatito que todavía estaba respirando, varado en la cima de una de estos montículos enmarañados. (Desde luego, lo llevé a mi casa y le di los respectivos cuidados y el animalito creció y vivió muchos años. O eso, al menos, es la historia que me cuento.) Y el olor de la acequia, esa acequia cargada, suculent y turbulenta, al punto de desbordar, despedía un olor fuerte, mixtura de fertilidad y podredumbre que, recuerdo, era como el olor de la vida misma, si tomamos en cuenta de que la acequia corría a lo largo de la pendiente de un vasto y ardiente pedregal, ceñiéndose a las accidentadas faldas de los cerros como una cinta verdigris, verde empolvado, un olor, en todo caso, que hasta hoy me pone medio “arrechini”, si me entienden.
Ahora, esta descripción vale ante todo para las acequias del campo. Pero en Lima también hay acequias, en los parques y a los costados de las bermas centrales de las avenidas. Son más "civilizadas", menos basurientos, aunque, cuando traen agua, invaden la ciudad con su olor y reminiscencia de la infancia perdida.
Estas fotos están tomadas en la Avenida Benavides, más o menos a la altura de la cuadra 25, donde hay mayormente un tráfico feroz que con su ruido y humo arma un contraste desconcertante ante la pacífica exuberancia de estos mini jardines botánicos.